martes, 10 de enero de 2012

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Un hombre se sienta en el balcón, prende un cigarrillo y mira cómo el viento mueve las ramas del árbol de la vereda de enfrente. Permanece quieto, contemplando esa danza natural, perfecta y adormecedora que lo llena de calma. Piensa en sí mismo, en su vida, y reflexiona sobre lo que quiso hacer y nunca hizo, lo que quiso hacer y siempre hizo, lo que no quiso hacer y sin embargo hizo, y lo que no quiso hacer y pudo no hacer. Se pregunta si ese árbol -al que él ahora contempla y con el cual se siente tan a gusto-  querrá ser movido por las fuerzas del viento caliente del norte, y si en verdad ese árbol querrá estar en ese cantero, en esa calle, en esa ciudad. Se angustia ante el destino del árbol, destino claramente construido por otro, un gran otro que ni siquiera pertenece a su propia especie. Comienza a llorar, sin dejar de mirar ese movimiento involuntario que el árbol realiza, el cual pareciera ser una escena especialmente montada para él, el hombre sentado en el balcón que fuma el cigarrillo. Un gran nudo en el pecho lo ahoga, y lo invade de pies a cabeza ese sentimiento de opresión generado por aquellas circunstancias en las que uno no es capaz de (¿o no se atreve a?) elegir. Se pregunta, ahora, si en verdad querrá estar en ese balcón, fumando ese cigarrillo, contemplando ese árbol.

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