Eduardo Salgado había prometido hornear un bizcochuelo de naranja para acompañar el té. Él mismo batiría los huevos junto con la manteca y la harina, luego cortaría y rayaría la cáscara de algunas naranjas, enmantecaría y enharinaría el molde, vertería la mezcla en él, y luego lo llevaría a horno moderado por cincuenta minutos ininterrumpidos. Eduardo Salgado se había prometido también no volver a usar ese perfume penetrante y anticuado que usaba desde que se había iniciado en el arte de la seducción. Se bañaría con agua fría, se enjabonaría, y al salir de la ducha dejaría que el aire que entrara por la ventana secara su cuerpo, nada de aromatizantes para la piel. Eduardo Salgado además había prometido no sobre-limpiar el living, para que no se note que había estado esperando esa visita durante años. Lo barrería y pasaría el trapo sólo una vez, y lo haría el día anterior, no el mismo día del encuentro, para darle tiempo a algunas pelusas a que se instalaran naturalmente en los recovecos del lugar.
A sólo cinco minutos de la hora pactada para la cita, Eduardo Salgado transpiraba las manos pero no quería secarse en su pantalón para no mancharlo, y tampoco quería tener una toallita para la ocasión, ya que le parecía que a su invitada podría resultarle desagradable.
Paralelamente, Ramona María Hernández padecía de taquicardia cada vez que recordaba la cita estipulada con Eduardo Salgado. Se cumplían veintidós años desde que esperaba ese momento, exactamente la misma cantidad de años que hacía que conocía a Eduardo Salgado. Desde ese entonces, Ramona María Hernández sabía que vestiría un vestido color coral –era su color preferido- y adornaría su pelo lacio y moreno con una flor que arrancaría de su propio jardín. Se perfumaría con su agua de colonia, y pintaría levemente sus labios, lo necesario para no parecer ni muy atrevida ni muy distante.
A las cinco de la tarde, ni un minuto más, ni un minuto menos, Ramona María Hernández tocó el timbre del departamento F del piso 3.
A las cinco de la tarde y un minuto, Eduardo Salgado abrió la puerta F del piso 2 y corroboró que no había nadie tras ella.
A las cinco de la tarde y cinco minutos, Ramona María Hernández, ya impaciente, volvió a tocar el timbre F del piso 3.
A las cinco de la tarde y ocho minutos, Eduardo Salgado volvió a abrir la puerta F del piso 2 y volvió a corroborar que no había nadie detrás.
A las cinco de la tarde y diez minutos, Ramona María Hernández, ya con el vestido arrugado por los nervios y la flor en la mano, decidió marcharse para no volver jamás.
A las seis de la tarde, Eduardo Salgado, transpirado y con el pantalón tan manchado como su orgullo, levantó la mesa armada con precisión y limpió todo para que no quedaran rastros de aquella horrorosa tarde en que iba a encontrarse con Ramona María Hernández pero la aritmética, arquitectura, urbanización y distribución de viviendas, mezcladas con los nervios, la timidez, la falta de investigación, y el propio destino que siempre nos arroja una cuota de azar, decidieron que no.
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