viernes, 26 de agosto de 2011

no aclares que oscurece


Ese día (fue un 7 de junio, lo recuerdo bien), decidí (decidir es tal vez una palabra muy pretenciosa para expresar el acto, pero por ahora llamémosle así) que ya no (¿se entiende que si es “ya no” es porque en algún momento lo fue?) esperaría más. Creo (es que no tengo la certeza) que tomaba mi habitual taza de café (espresso sin azúcar) cuando de golpe (casi que en el sentido literal de “golpe”, porque fue como una bofetada, o al menos así lo sentí yo) lo dije (en realidad lo pensé): "voy a buscarlos". Acto seguido (seguramente mediaron actos en el medio, pero claramente insignificantes) salí de casa (departamento, vale la aclaración), me tomé el colectivo (no recuerdo si era el 160 o el 36, era rojo, eso seguro) hacia el Jardín Botánico. Entré corriendo (espásticamente, claro está) y fui directo a donde recordaba haberlos abandonado (palabra fuerte, lo sé, pero es que así fue). Y sí, ahí estaban, esperándome (claro que me esperaban, y hacía ya varios meses que lo hacían), bajo la copa del frondoso (yo diría majestuoso) roble. Allí, cómodamente instalados entre tapas duras y tatuados en hojas amarillentas, me llamaban a gritos (gritaban tanto que la gente se detenía a mirar el espectáculo) Fermina Daza y Florentino Ariza, para cambiarme la vida (otra vez).

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