Me entusiasmaba la idea de volar por el espacio sideral, pero sin una nave, sin un casco, sin un rumbo. Armé las valijas, tomé un vaso de soda y emprendí mi viaje. Creo que siete veces me perdí, pero al final una estrella amable (es decir, pasible de ser amada) guió mi camino. Anduve rondando por aquí y por allá, y hasta me hice amiga del sol, pero me quemó con sus mambos y me fui de su lado. Con polvo cósmico pinté un mural en Neptuno y creí que a Mercurio le gustaba, pero es que no lo llegó a ver. Durante un tiempo coleccioné objetos del cinturón de Kuiper, hasta que no tuve más lugar en mi mochila y los arrojé a un agujero negro. Ahora vivo en el meteoroide de debajo del cometa de al lado de la luna. Lindo lugar para soñar con pájaros, reír sin razón y jugar a la rayuela sin límite de edad.
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