Avanzo con pasos cortos y rápidos, mirando fijamente las baldosas de la vereda, intentando no pisar las rayitas que las dividen. Cuando puedo, y siguiendo con la premisa de no pisar las rayas, levanto con cuidado algunas hojas que los árboles dejaron caer al suelo, y a otras las aplasto con la suela de mi zapatilla para oír el encantador sonido que hacen. Hay muchas personas caminando a mi alrededor, y es como si cada una me fuera a derribar con el viento que deja al pasar a mi lado. Pero yo, concentrada en el arte de no pisar las rayas, camino con los músculos tiesos y me mantengo firme. De vez en cuando levanto mi mirada de las baldosas, y veo que las señoras grandes con ojos grandes y bocas grandes me miran y me sonríen, yo les sonrío si me gustan, y bajo la mirada si me asustan. Las señoras me distraen y me hacen pisar alguna alguna que otra raya prohibida, entonces cambio de juego; no me gusta perder. Ahora camino por los canteros haciendo equilibrio con los brazos abiertos a ambos lados. Voy con la mirada en alto dejando que la brisa otoñal me pegue en la cara, pero también de cuando en cuando pispeo hacia abajo, para no errar y caerme del cantero. Veo una fila de hormigas que avanza paralela a mí, me agacho e intento agarrarlas, pero mis dedos torpes las aplastan y las matan, así que abandono la tarea y retomo mi sendero. Veo que en la esquina hay un perro, y corro a máxima velocidad esquivando señores con ropa elegante y maletines en las manos. Freno a unos pocos centímetros del perro, e inmediatamente le acaricio el lomo con mi mano derecha, y él me devuelve la atención con varios lengüetazos. Siento que alguien me tironea del brazo para hacerme retomar el camino. Yo hago toda la fuerza que mis músculos me permiten para poder quedarme junto al perro. Escucho que una voz me dice que no tenemos tiempo para detenernos, que llegaremos tarde. Me pongo en cuclillas y comienzo a llorar y a gritar. Cierro los ojos y sigo gritando, cada vez más y más fuerte. Siento que me agarran de las axilas, y que hacen fuerza para levantarme del piso. Asustada, abro los ojos y veo que el perro se fue. Lentamente dejo de llorar, estiro la manga de mi pulóver rosa, y con ella seco las lágrimas que inundaron mis mejillas y los mocos que invadieron mi nariz. Con el fin de mis gritos, oigo que empiezan a cantarme mi canción preferida. Mis oídos comienzan a endulzarse con su melodía, y de mi boca comienzan a salir automáticamente las estrofas que la acompañan. Mis ojos, abiertos de par en par, ahora brillan, pero no por las lágrimas derramadas momentos antes sino por la alegría que me provoca escuchar y cantar aquélla canción. Lo hago a viva voz, modulando cada palabra y sin afinar ni una sola nota. De este modo, retomo la marcha con mis pasos cortos, ya sin juegos de por medio, sólo cantando aquélla canción.
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