Llegué por tierra, atravesando dunas laberínticas bajo el penetrante sol de un mediodía de enero. El viento acariciándome el rostro y el inconfundible aroma a mar me recibieron en ese lugar de ensueño que habría de dejar en mí su imborrable huella.
Territorialmente no abarcaba mucho espacio y, sin embargo, daba sensación de inmensidad en el cuerpo y en el alma. Una porción de tierra con un poco de pasto hacía las veces de plaza, en donde la gente se reunía al llegar al lugar. No había ni un sólo árbol que regalara sombra, y ningún sendero que guiara el camino. Las escasas casas que se divisaban estaban salpicadas al azar, como gotas de agua en la piel. Hacia ambos costados del territorio, se desplegaban playas inmensas de arena dorada, y un mar cristalino y eterno. En la punta se imponía un faro, y a sus pies, lobos marinos nadaban en el agua o reposaban en las rocas. El cielo lo era todo: envolvía como seda azul de día, y acariciaba como terciopelo negro por las noches. De todas formas, el mejor momento se vivía con la puesta del sol. El cielo cobraba un matizado de colores que parecían pintados al óleo, y se empezaban a vislumbrar las primeras estrellas, dando un adelanto del espectáculo lumínico que brindarían en la oscuridad de la noche. Era la perfección, se alcanzaba un equilibrio físico y espiritual.
Definitivamente, no puedo precisar cuánto tiempo estuve en aquél lugar, es que los días se escurrían en la paz que se respiraba en el ambiente. Sólo recuerdo que llegué por tierra, y que nunca me fui...
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