viernes, 30 de septiembre de 2011

en el Borde

-Hola, ¿cómo andás?
-¿Qué hacés…?
Después del breve saludo, él siguió caminando con las clavas en la mano y sin apuro en sus pasos, para no perder la costumbre. Ella, un tanto extrañada por la reciente situación, pero sin tanta curiosidad como para alterar su conducta, volvió a cerrar los ojos y dejó que el sol del mediodía le curtiera la piel.
Al rato, él volvió y se sentó a su lado, las piernas a cada lado del viejo banco de plaza, la espalda encorvada, los ojos alerta.
-¿Cómo andás? – volvió a preguntar.
Ella, que no había percibido su presencia sino hasta oír su voz, giró su cabeza y con una sonrisa dijo:
-¿Qué?
Él no le contestó, y le clavó la mirada durante unos momentos que para ella fueron eternos.
-¿Qué? – repreguntó la muchacha.
-¿Cómo andás?
-Ah, bien, ¿vos?
-Maso…
-¿Problemas?
Y de vuelta el joven decidió reservarse la respuesta. Esta vez, ella prefirió no volver a preguntar.
Al otro lado del parque, un hombre recostado en un banco se incorporaba y tanteaba el piso en búsqueda de sus medias. La muchacha sonrió ante el espectáculo de los pies descalzos y la tranquilidad del hombre quien parecía sentirse muy a gusto en el espacio verde.
El chico volvió a romper el silencio que se componía entre ellos, el cual formaba una burbuja dentro del bochinche sonoro formado por las mujeres paseando, los hombres reunidos, los perros corriendo y los pájaros cantando; todos ellos protagonistas de la escena:
-¿Hace calor, no?
-¿Qué?
Y él no contestó, de vuelta.
Un tanto irritada, pero a la vez algo intrigada por la actitud del muchacho, ella preguntó otra vez:
-¿Qué?
Después de un breve silencio, el contestó:
-Hace calor…
-Sí, sí… pero lo prefiero - dijo la chica mirándolo a los ojos claros -, donde trabajo hace frío.
Luego, volteó su cabeza al frente y soltó una carcajada ante el patético espectáculo que ahora estaba dando el señor de los pies descalzos. Al parecer, un perro le había robado una media –y claramente también su dignidad-, y había salido corriendo al otro lado del parque con el trofeo entre los dientes.
-¿De qué trabajás?
-Cuido enfermos, y creo que ya es hora de volver, mi hora de almuerzo está por terminar – dijo mirando su reloj pulsera.
Se quedó sentada, arreglándose el cabello y luego el delantal, para quitarle las arrugas. Se levantó recién cuando el perro con la media en la boca vino hacia ella, como si desde el comienzo hubieran estado jugando a un juego secreto entre los dos.
-Gracias Zeta, buen chico – le dijo mientras agarraba la media que el can le había depositado en su falda –. A trabajar – le dio unas palmadas en el lomo para incentivar la actitud -. ¿Vamos? – le preguntó al muchacho de ojos azules quien, como ya era habitual, no contestó y se quedó contemplando la figura esbelta de la mujer vestida de blanco. Era como si el resplandor del sol que se reflejaba en el níveo uniforme de la muchacha no le molestara en lo más mínimo y al contrario, le hiciera mantener los ojos aún más abiertos.
-Vamos – afirmó la enfermera y, ahora sin esperar respuesta, lo tomó del brazo y se lo llevó con ella.

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