Estaba sentada con las piernas cruzadas, la cartera sobre la falda y la espalda erguida. Un rodete le sostenía el pelo –muy tirante-, y dejaba ver el rostro adornado con una sonrisa incólume. Los zapatos blancos de charol, apenas apoyados en el piso, entonaban con sus ropas perfectamente planchadas, sin arrugas ni manchas.
A su alrededor, las varias personas que estaban junto a ella se paraban de sus sillas para ir quien sabe a dónde. Todos se movían de acá para allá, y ella inmóvil, inalterable, imperturbable, insoportablemente impenetrable.
Las personas le pasaban por delante y por detrás, corrían, saltaban, chocaban, se tropezaban; y todas en algún momento caían. Y ella, conservando siempre la misma postura, los veía a todos levantarse, tropezarse, caer y lastimarse. Veía cómo algunos se levantaban y otros se rendían a la caída. Los veía y seguía prefiriendo quedarse en esa silla. Intacta.
Una lástima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario