No sé si la gente puede ser feliz. Digo, feliz de feliz pero con felicidad plena y radiante. Porque yo hoy caminaba, ¿no? Caminaba y veía que era una tarde tan linda, de esas de invierno con un viento fresco pero con el sol tan radiante que es más calor que frío el que sentís. Caminaba así, con la meteorología a mi favor y a favor de todos los que como yo habían salido a caminar una tarde de domingo invernal pero cuasi primaveral, caminaba y me preguntaba si la gente era feliz. Yo veía sonrisas en sus rostros, pero no veía nada más que eso, y todos sabemos que nada es más fácil que impostar una sonrisa a los fines sociales. Digo a los fines sociales porque me refería a aquellas veces en que uno no está bien y que sale a la calle, y se codea con gente, y la gente ve en la cara de uno que uno está mal, ve los ojos de uno hinchados, ve en uno las inconfundibles marcas de la tristeza, ve todo eso y sin embargo pregunta: ¿cómo andás?. Y uno, ni lerdo ni perezoso, piensa: ¿Cómo creés que estoy con la jeta que tengo? Estoy para el orto, quiero llorar todo el tiempo, quiero meterme en mi cama y no salir hasta que empiece el verano (y hoy es 22 de marzo, ta?). Pero claro, uno lo piensa, no lo dice. Porque si lo dijese se tendría que enfrentar a un extenso interrogatorio seguido de unos claros consejos de cómo debiera uno actuar, cuando todos sabemos que esos consejos son impracticables porque la tristeza sólo se pasa con días enteros de llanto. Bueno, entonces, para evitar todo este circo social, hacemos uso de un artilugio, también social, y también circense, que es el de impostar una sonrisa para hacerles creer a todos que uno está de diez -y uno está de menos cuatrocientos cincuenta y ocho. Entonces, teniendo ese parámetro, cuando hoy caminaba y veía hombres y mujeres de la mano, niños corriendo con globos de colores, adolescentes reunidos en la plaza, vendedores de feria tratando de ganarse la vida, digo, yo caminaba y veía toda esta gente aparentemente feliz, y yo pensaba: no sé si la gente puede ser feliz.
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