La carta llegó a sus manos la mañana del 8 de mayo. Luego de releerla por vez trigésima, Amalia la volvió al sobre, la guardó cuidadosamente en el cajón de su mesa de luz, y retornó a sus quehaceres cotidianos reprimiendo todo tipo de manifestación de tristeza.
Al caer la noche, Ismael arribó al hogar, abatido por el trajín de la jornada laboral. Después de saborear la cena que la adorada mujer había preparado con más amor que conocimiento en la materia, ambos se recostaron en la hamaca que colgaba en la galería con vista a la calle.
-Llegó la carta, ¿no es así? – le preguntó él sin mirarla, mientras largaba el humo del cigarrillo que acababa de encender.
Amalia, sin emitir ningún sonido, le tomó la mano con fuerza y apoyó su cabeza sobre el varonil hombro de él. No hicieron falta palabras para que Ismael supiera que el domingo próximo, al despuntar el crepúsculo del alba, vendrían por él.
Toda esa semana la vivieron como si fuera la última de sus vidas. Él abandonó su trabajo, ella abandonó sus labores hogareñas, y ambos se abandonaron al amor. Por las mañanas se quedaban entre sábanas hasta muy tarde, y sólo se levantaban cuando los besos y las caricias ya no bastaban para callar el rezongo de sus tripas. Luego del mediodía iban a la orilla del río, mojaban sus pies, sus piernas, sus torsos, sus cabezas, y buscaban sus reflejos en el agua cristalina, buscaban el reflejo cristalino de ambos, se miraban, ambos, los dos, juntos. Al caer la tarde, volvían al hogar atravesando el bosque de eucaliptos que bordeaba al pueblo, dejando que cada partícula del aroma de los árboles se adhiriera a sus cuerpos, quedando como recuerdo del trayecto que caminaban juntos. En las noches recorrían cada recoveco de la casa que los albergara por diez años, recorrían cada rincón, cada espacio, cada escondite, y recorrían sus cuerpos también. Se amaban sin pensar en que todo aquello era una despedida, que pronto él tendría que marcharse, y sólo se dedicaban a sentir y vivir profundamente cada momento. Ya no les servía pensar en que todo terminaba, si no que todo era lo que actuaban en el presente, y que ese presente se repetiría eternamente en sus fantasías.
El domingo llegó. Fueron las seis. Las siete. Las ocho. A las nueve, cuando nadie vino a quebrar la calma, cuando nadie llamó a la puerta, cuando nadie vino por él; ella se levantó y sin ninguna pertenencia se marchó y nunca más regresó.