Soy una chica a la que le gusta
mucho hacer globos con el chicle. De hecho, soy una chica que come chicle con
la única meta de hacer globos. Y no sólo soy una chica que disfruta de hacer
globos, sino fundamentalmente de explotarlos. Digamos que me satisface tener un globo en
mi boca y explotarlo, me gusta escuchar el ruido, sentir la explosión en mi
boca, y la textura del chicle explotándose. Me gusta tanto que en los momentos
de explosión me abstraigo de la realidad: si estoy caminando puedo –sin darme
cuenta- terminar en algún lugar incierto de la ciudad; si estoy con alguien
puedo estar mirándolo a los ojos pero sin prestarle atención; si estoy
escribiendo un cuento puedo encontrarme de repente escribiendo sin parar una y
otra vez “plop”.
Podría pensarse que el hecho de
disfrutar la explosión de un globo estaría hablando de que soy una persona a la
que le gusta reventar sus sueños, ya que podemos imaginar que el globo
simboliza la posibilidad de desarrollo y amplitud, y que yo –una chica a la que
le gusta explotar globos- me complazco mutilando esa posibilidad. Aniquilación
total de lo-que-puede-ser, satisfacción total ante la destrucción de lo
potencial en y de mí. Parecería que gozar del final, de lo que termina, de lo
que se acaba, sería una característica de mi persona, y por eso en todos los
aspectos de mi vida me encontraría siempre buscando generar el desenlace de las
situaciones. Podría hipotetizarse que protagonizo mi propio boicot, y que soy
de aquéllas a las que les gusta sufrir. Y acá viene lo jugoso: contradicción
entre satisfacción y sufrimiento. Lo que me hace mal me hace bien, lo que deseo
me destruye. Me encontraría, así, inmersa en un callejón sin salida en el que
me aíslo y me encierro porque a pesar de que me daña, me motiva, y de allí no
puedo salir.
Podría pensarse todo esto, o
podría decirse simplemente que soy una chica a la que le gusta hacer globos con
los chicles y explotarlos.
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