Soy una chica a la que le gusta
mucho hacer globos con el chicle. De hecho, soy una chica que come chicle con
la única meta de hacer globos. Y no sólo soy una chica que disfruta de hacer
globos, sino fundamentalmente de explotarlos. Digamos que me satisface tener un globo en
mi boca y explotarlo, me gusta escuchar el ruido, sentir la explosión en mi
boca, y la textura del chicle explotándose. Me gusta tanto que en los momentos
de explosión me abstraigo de la realidad: si estoy caminando puedo –sin darme
cuenta- terminar en algún lugar incierto de la ciudad; si estoy con alguien
puedo estar mirándolo a los ojos pero sin prestarle atención; si estoy
escribiendo un cuento puedo encontrarme de repente escribiendo sin parar una y
otra vez “plop”.
Podría pensarse que el hecho de
disfrutar la explosión de un globo estaría hablando de que soy una persona a la
que le gusta reventar sus sueños, ya que podemos imaginar que el globo
simboliza la posibilidad de desarrollo y amplitud, y que yo –una chica a la que
le gusta explotar globos- me complazco mutilando esa posibilidad. Aniquilación
total de lo-que-puede-ser, satisfacción total ante la destrucción de lo
potencial en y de mí. Parecería que gozar del final, de lo que termina, de lo
que se acaba, sería una característica de mi persona, y por eso en todos los
aspectos de mi vida me encontraría siempre buscando generar el desenlace de las
situaciones. Podría hipotetizarse que protagonizo mi propio boicot, y que soy
de aquéllas a las que les gusta sufrir. Y acá viene lo jugoso: contradicción
entre satisfacción y sufrimiento. Lo que me hace mal me hace bien, lo que deseo
me destruye. Me encontraría, así, inmersa en un callejón sin salida en el que
me aíslo y me encierro porque a pesar de que me daña, me motiva, y de allí no
puedo salir.
Podría pensarse todo esto, o
podría decirse simplemente que soy una chica a la que le gusta hacer globos con
los chicles y explotarlos.
No siempre te dejan decir lo que pensás, lo que sentís, lo que querés. Y hasta a veces te hacen creer que te dan lugar, que te abren el camino para que puedas expresar todo lo que cargás adentro tuyo, pero no, es todo una mentira, otra escena montada más. Te permiten hablar pero no te escuchan, te dejan opinar pero no debaten con vos, tus palabras ingresan al mundo intersubjetivo pero es que nadie las valora, nadie las aprehende, nadie las comparte, ni siquiera las refutan. Y eso es lo peor de todo: simplemente las ignoran. Es que la gente no está preparada para escuchar verdades, porque no sabe qué hacer con ellas, les genera un problema ético, yo no lo llamaría moral. La verdad – que siempre es subjetiva, porque hay tantas verdades como seres humanos en la tierra, pero son verdades al fin- coloca al otro en una posición de incomodidad, le hace jaque-mate, lo obliga a actuar. Es que algo hay que hacer con ella, la verdad no puede –ni debe- dejarse huérfana ni a merced del viento y las fuerzas sobrenaturales. La verdad invita a accionar, y siempre desde una posición –subjetiva, otra vez.
Pero por más que algunos no quieran escuchar, vos hablá, decí, gritá. Escribí las paredes, las servilletas en los bares, las hojas caídas de los árboles, los boletos de colectivo, los tickets del supermercado. Inventá cuentos llenos de verdad, componé canciones llenas de verdad, sacá fotos llenas verdad, resolvé problemas llenos de verdad, hacé cuentas llenas de verdad, cociná muffins llenos de verdad. Alguien lo va a escuchar, ver, oler o sentir. Y seguramente será alguien que –como vos- tenga verdades para decir.
Venimos de un espacio propio, con paredes de nubes de algodón que se atraviesan fácilmente, pero siempre con precaución. Afuera encontramos otras texturas, otros olores, otros sabores, otros relieves, otros tiempos que se mezclan con los propios y se hacen uno. Uno de afecto, uno de contención, uno de calor, uno de amor, uno de cosquillas, uno de risas, uno de creación. Somos uno, pero uno multiplicado por muchos -cuántos, no lo sé. Somos muchos en uno, muchos que jugamos, compartimos y danzamos al ritmo de la vida.