De repente mis sábados se
convirtieron en domingos, pero mis domingos seguían siendo domingos, entonces
me encontré en una situación en la que dos días a la semana sentía que las
acciones, los pensamientos, las conversaciones, las esperas, las caminatas, las
siestas y el mundo en general, nada de todo
eso tenía sentido. Dos días a la semana, cuatro al mes, cuarenta y ocho al año.
Un montón. Comencé a pensar entonces que eso era mucho, que eso me parecía
mucho, mucho de nada, eso era mucho. No podía salir de esa enorme cantidad de
horas perdidas y sin sentido. Tanto de eso y tan poco de otras cosas que no podía
encontrar, ni nombrar, ni siquiera imaginar. Me volví más escéptica, más sarcástica, más incrédula. Mis dos días
domingos eran una gran mochila de mochilero que cargaba de lunes a viernes y
que poco a poco me fue encorvando, cansando y apagando. Entonces mis viernes
también se transformaron en domingos, tediosos, sombríos, amargos, eternos,
vacíos. Y después fueron los jueves, y luego se agregaron los miércoles, los
martes y hasta los lunes. Siete días domingos al mes, trescientos sesenta y
cinco al año. Ya no era mucho, ya era todo. Mi vida era una sucesión de
domingos, una angustia pectoral inacabable e intransmisible al resto de la
gente. Dejé de ir a trabajar, de ver a mis amigos y a mi familia. Ya casi no me
levantaba de la cama, las sábanas me envolvían en su suciedad y juntas formábamos
una unidad indestructible. Dejé de fumar, simplemente por carecer de fuerzas
para salir a la calle en busca de los finos cilindros de la muerte. Apenas comía y apenas tomaba, todo en función
de lo que encontrara escondido en la heladera o en las alacenas jamás
ordenadas. Dejé de hablar, de sonreír y
de llorar. Me olvidé de lo que era el sol, porque por mi ventana no entraba ni
un rayo, no sé por qué razón ya que previo a todo esto recuerdo que mi cuarto
era un lugar luminoso. Seguramente mi piel estaba pálida como la de un enfermo
terminal, pero no lo sé con certeza ya que abandoné el hábito de mirarme al
espejo. La gente que me conocía estaba azorada, no sabían qué me sucedía. Algunos
pensaron que era una depresión por amor, otros barajaban la posibilidad de una
fuerte adicción a las drogas. Pero nadie sabía a ciencia cierta qué me pasaba.
Un
día mandaron a un médico a domicilio para que los ayudara a descifrar mi estado
cuasi catatónico. El médico –Dr. Rosalindo, no sé cómo lo recuerdo- me revisó
sin contar con mucha ayuda de mi parte, y finalmente dio el veredicto: “Esta
muchacha tiene una alteración en su calendario: todos sus días son domingos”.
La gente que esperaba ansiosa en la sala de estar alguna pista sobre mi
condición, en especial mi madre, se creyó estafada por este médico, Doctor quién
sabe en qué ciencia, con su diagnóstico disparatado. Pero cuando yo escuché sus palabras, fue como si alguna
fuerza me volviera a mi cuerpo, a mi alma, y a mi ser. Lo miré a los ojos y pronuncié
las primeras palabras luego del largo letargo en el que me había sumergido por
quién sabe cuánto tiempo: "ayudame a salir".
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