Hace meses que vivo acá -tal vez años- pero todavía no logré reunir las pistas suficientes para saber cómo llegué. No puedo basarme en recuerdos anteriores a los de mi llegada: a pesar de mi intento desesperado no puedo traer a mi mente ningún tipo de evocación del pasado. Estoy vacía de pretérito, pero también de futuro, y fundamentalmente vacía de mí. Siempre imaginé que así sería la muerte, pero supongo que muerta no estoy, de otro modo no estaría contándoles esto.
Este lugar, en el que aterricé sin previo ni posterior aviso, es oscuro y pequeño, y debe ser que me acostumbré a él o que me volví sombría y chiquita, porque no me molesta en lo más mínimo ni la oscuridad ni la falta de espacio. Veo, o más bien siento, los ángulos de mis límites espaciales, es mi propio cuerpo el que me contiene y me aplasta a la vez. Hace frío aunque no es invierno (hasta me atrevería a decir que aquí no hay estaciones), pero no tengo más que mi propia piel para abrigarme. No puedo hablar, lo que se dice hablar, con todos los requerimientos físicos que este acto conlleva, pero de algún modo las palabras salen de mí y retumban en estas cuatro paredes que ahora habito. El tiempo no se marca, no es posible distinguir entre un ayer y un hoy, entre un antes y un después. No hay día, no hay noche. Es todo un mismo tiempo infinito, continuo e indivisible. Soy lo que soy, ahora, y creo que para siempre, o no lo sé, de verdad.
Es así que todo esto que les cuento no tiene más que un propósito descriptivo, no tengo intenciones –ni ilusiones- de variar mi condición actual. Por eso hablo o pienso o lo que sea que esté haciendo, y lo seguiré haciendo hasta que se terminen mis palabras o hasta que diga tanto que me ahogue en mi inútil discurso. O tal vez todo esto se acabe el día en que estas cuatro paredes exploten y me vea dispersada en el universo, y sean ustedes mismos los que hablen por mí.